Historia I – llegada a Europa y la recepción inicial
La llegada del tomate a Europa no está clara. Se especula que la primera parada y posterior aclimatación pudo haberse producido en las islas Canarias, pero no hay certeza. Algunos estudiosos sostienen que entró por La Coruña, enviado por Hernán Cortés como regalo a los reyes y otros, como el investigador Carlos Azcoitia, defienden su entrada por Sevilla basándose, principalmente, en la actividad de su puerto desde el que, casi de inmediato, se llevó a Italia. España e Italia fueron los primeros países en cultivar el tomate fuera de América del Sur. Las diversas conquistas difundieron la planta por el resto del mundo. Españoles y portugueses llevaron el tomate a Oriente Medio y África, así como a Filipinas. Estos últimos se encargaron de hacerlo llegar al continente asiático. De Europa llegó también a Estados Unidos y Canadá.
Cuando los españoles lo trajeron, el tomate era un fruto pequeño del tamaño de una guinda y se consideró una planta ornamental. Al principio no se usaba como alimento, ya que se pensaba que era venenoso y hasta afrodisíaco, desatándose suspicacias y leyendas sobre sus efectos. Tampoco los científicos de la época (s. XVI y XVII) se ponían de acuerdo sobre sus propiedades, lo que afianzó esa reticencia a su consumo y sólo se plantaba para decoración.
Es también probable que los primeros tomates que llegaron a España fueran de color amarillo. Quizá sea esta la razón por la que el botánico italiano Piero Andrea Mattioli catalogó al tomate como pomo d’oro (“manzana dorada”), producto comestible, y lo incluyó dentro de la misma familia de la mandrágora. Este error mantuvo al tomate dentro de la clasificación de fruto tóxico durante el siglo XVI. Sin embargo, algunos científicos de la época especularon sobre sus virtudes medicinales para tratar enfermedades como la sarna. El botánico toscano Andrea Cesalpino escribió en 1583 que, si uno deseaba comerlo, era recomendable hervirlo o asarlo. Pudiera ser que estas sospechas estuvieran fundadas en el material con el que se hacían los cubiertos y platos de la época. En el caso de las clases altas, eran de estaño con alto contenido en plomo. Estos materiales, tras el contacto con alimentos ácidos como el tomate, producían una reacción que podían provocar el envenenamiento por plomo. Las clases bajas empleaban servicios de madera, por lo que no tenían ese problema.
El botánico francés Joseph Pitton de Tournefort, profesor de medicina en París y director del Jardín Botánico del Rey, fue el primero en considerar a los tomates cultivados como un género distinto, al que denominó en 1694 Lycopersicon (del griego “lobo melocotón”).
La observación de los marineros, que veían cómo los nativos la consumían sin problema, fue definitiva para la deducción obvia de que no había toxicidad en la planta. Por fin en 1731 fue desmentida su “toxicidad” y entrar en el mundo gastronómico. En 1753 el naturalista Kart Linnaeus le asignó el nombre científico de Solanum Lycopersicum. En 1768 fue otro botánico, Philip Miller quien, siguiendo el criterio de Tournefort, describió formalmente el género Lycopersicon, añadiéndole el L. esculentum (comestible en latín, la especie tipo), además de los L. peruvianum y L. pimpinellifolium.
En la Enciclopedia Británica de la época aparece, por fin, que el tomate era “de uso diario” en sopas, caldos y aderezos. Es en este momento cuando se inicia la introducción del tomate como un ingrediente habitual en cualquier dieta. En la cocina española comenzó a utilizarse de manera cotidiana durante el siglo XVII. Aunque no aparece en recetarios, sí se empleaba dadas las evidencias pictóricas (Murillo en La cocina de los ángeles, de 1646). Estando Nápoles bajo el dominio español durante el siglo XVII, el tomate se emplea en la cocina local para salsa. Es la causa de su rápida expansión a partir de este momento. En 1745, aparecerá el tomate en un recetario español que incluye trece recetas con este ingrediente. Los recetarios italianos hacen mención de la salsa de tomate en 1766.